El desastre de Chernóbil en la vida de Un traductor
Por: Berta Carricarte
A veces la libertad no consiste en hacer lo que uno quiere sino en saber qué hacer con lo que se tiene. Los proyectos individuales pueden parecer sujetos a contingencias ingobernables que revierten nuestras expectativas y amenazan con sumirnos en la depresión. Si el mundo a tu alrededor se derrumba, usa los escombros para reforzar tu propia vida. Esa fue la idea que me sugirió Un traductor (2018), película que yo calificaría ante todo de muy sincera.
La historia que nos cuentan Rodrigo Barriuso y su hermano Sebastián como directores del filme, invita a una especie de rememoración de una etapa reciente y compleja de la nación cubana: el llamado periodo especial. Los hermanos Barriuso toman como motivo temático la crisis personal que vive Malin, un profesor de lengua y literatura rusa, cuando lo envían a servir como traductor en un hospital para víctimas del desastre nuclear de Chernóbil.
Con guion de Lindsay Gossling, la cinta Cubano-canadiense, está protagonizada por Rodrigo Santoro. El versátil actor brasileño, ha demostrado su talento en el cine, con grandes realizadores de su país como Walter Salles en Abril Despedaçado (2001) y Héctor Babenco en Carandiru (2002), donde encarna al transexual Lady Di. Es un privilegio haber podido contar con Santoro, para esta película, por la elegancia y la mesura interpretativa que demuestra. Malin es un personaje que dice más cuando calla porque su naturaleza es introvertida, por lo tanto, la singularidad física y gestual del actor tenían que corresponderse con la preclara concepción del personaje, un hombre que, no sin angustias, ha aprendido a hacer limonada con los limones que se encuentra en su camino.
En general, se aprecia una correcta dirección de actores, en una película compleja por la presencia de niños en complicadas circunstancias: son soviéticos y padecen patologías malignas. Se destaca el jovencito a cargo del personaje llamado Alexei, un niño que ha madurado sin apenas haber vivido. Su actuación vale por la película entera. Su sólida caracterización era indispensable para crear la atmósfera específica que se genera entre Malin y él.
Salvo algunas escenas un tanto cursis, como aquella en la que Malin va a ver al padre de Alexei para darle el pésame, impulsado por un sentimiento de culpa, el filme transcurre como un melodrama bien llevado. Desde el principio me recordaba un poco a los dramas sentimentales argentinos, quizás al Eliseo Subiela de los años noventa.
Lo que el propio Rodrigo Barriuso considera su debut cinematógrafo ocurrió en 2013 con el cortometraje de ficción For Dorian, filmado en Canadá, y presentado en la Muestra Joven ICAIC al año siguiente, donde obtuvo premio de ficción, de guion y al mejor actor. Una obra que, por su perfección en todos los sentidos, presagiaba un debut a todo trapo en el largometraje. Entrevistado en aquella ocasión afirmó: “Mi prioridad siempre fue contar una historia de carácter universal. A mí no me interesa hacer cine cubano afuera de Cuba. El cine cubano tiene características muy únicas de las cuáles yo no he hecho uso aún. El día que quiera hacerlo, lo haré desde Cuba, no en el extranjero. Por lo pronto me entiendo a mí mismo como un cineasta interesado en contar historias que hablan sobre la condición humana. Los mecanismos y recursos dramáticos que use para este fin, inevitablemente variarán a lo largo de mi carrera”. (www.cubanow.net (2014-05-20)
En esas palabras pudiera estar la clave de por qué ni por su visualidad, ni por la manera pausada y contenida de contar la historia Un traductor parece un filme cubano. Por otra parte, el tratamiento íntimo del conflicto presentado, relega a planos de telón de fondo los acontecimientos sociales de la época abordada. Cuestión esta que se agradece, no sólo porque ya estamos a punto de saturación con lo del periodo especial, por el manejo a veces superficial que se hace de esta etapa tan cercana todavía y tan responsable del presente que estamos viviendo; sino porque la intensidad de la trama está en la transformación sicológica, ante todo de Malin, y también de su esposa, encarnada por Yoandra Suárez.
Lamentablemente Suárez se limita a ser una contraparte digna. Su personaje está tratado muy superficialmente, más bien acodado en la típica imagen de mujer intelectual, competente, pragmática, firme y al mismo tiempo discreta y comprensiva, modelo bien difícil de encontrar en la realidad cubana, pero muy abundante en el cine gringo.
Un traductor es una lección de cómo encontrar el sentido a la vida, cuando dejamos de pensar en lo que deseamos y no tenemos, o en lo que quisiéramos hacer y no podemos, y nos dedicamos a convertir nuestras frustraciones en motor generador de felicidad. Basta con cambiar la perspectiva de nuestra mirada, y el mundo cambia, nuestros objetivos cotidianos cambian, y entonces la felicidad reinventada reaparece bajo nuevos conceptos, proyectos y matices. Malin aprendió a disfrutar el presente, como esos niños de Chernóbil, cuyo futuro no era más que una quimera, condenados a morir en un plazo más o menos breve.
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