«La madre del blues», un tributo a Chadwick Boseman
Por: Berta Carricarte Melgarez
La riqueza musical de la cultura afroamericana es un saco sin fondo. Negras y negros de descomunal talento afloraron entre 1920 y 1940 haciendo galas de su original estilo para interpretar ese género vocal e instrumental llamado blues. Sobre la fiebre discográfica del blues cantado por mujeres de aquella época, y otros conflictos no menos relevantes nos habla Ma Rainey´s Black Bottom (George C. Wolfe, 2020). El filme ha llegado al mundo hispano bajo el título de La madre del blues, apelativo con el que se conoció a la cantante Gertrude “Ma” Rainey.
En realidad, black bottom hace referencia a una canción de “Ma” Rainey, y alude a un baile surgido en Tennessee y popularizado en todo el sur de Estados Unidos, consistente en un peculiar movimiento del trasero al compás del blues, como se ve en el filme.
El doble sentido oculto de los vocablos en inglés se pierde en el título al español. Lo que mantiene su total vigencia es la fuerza mágica que emana del blues, y que nos llega a través de un episodio ficticio de la vida de la famosa intérprete. Ella y los cuatro músicos acompañantes viajan a Chicago para grabar un disco; pero los demonios se sueltan en el estudio de grabación y ninguno de los allí presentes saldrá indemne de aquella jornada.
La tarea de encarnar a “Ma” Rainey cayó sobre Viola Davis, cuya carrera recibió un buen empujón al protagonizar en 2014, la serie de televisión How to get away with murder. También se le vio brillar en Get on Up y Fences), y, aunque probablemente no había mejor actriz que ella para encarnar a la cantante, me pregunto por qué razón se la presenta con un maquillaje que le da a su rostro una apariencia grotesca. Más allá de que el personaje represente a una diva que se complace en exigir todo tipo de condiciones a su manager blanco, esta señora simboliza asimismo la autoconciencia racial de quien sabe que ordena y manda gracias al dinero producido por su talento. Toma así distancia de un mundo donde ser negro y pobre equivale a ser tratado, según sus propias palabras: “como un perro callejero”.
Luchar contra la desventaja que le depara la sociedad por su color de piel, es todavía más complicado si se suma su preferencia sexual; lesbiana y negra, tiene que imponerse para que sus dotes fluyan con el respeto que ella merece. No obstante, me sigue incomodando el diseño de personaje concebido para Viola Davis, demasiado cutre para ser Viola. Siempre he deplorado que los directores demeriten la apariencia física de los actores en función de personajes que, se supone, asumen una actitud esencialmente propositiva, como es el caso. No quiero pensar que, en una obra cuestionadora del racismo, sea ex profeso la idea era dar a una “Ma” Rainey repulsiva. Mi duda surge, sobre todo, al constatar las fotos reales de ella, que aparecen durante los créditos finales.
Resulta obvio que “la madre del blues” no era una belleza de ébano a sus cuarenta años, pero tampoco era la musaraña cruzada con satanás que pinta Wolfe, un director con sobrada experiencia en teatro y cine. De cualquier manera, lo que se imponía era salvar el valor actancial de ese personaje. Caricaturizarla equivale a demeritar su empoderamiento sexual y racial. Si su mera apariencia genera rechazo, el significado emancipatorio de su personaje queda trunco o resulta contraproducente. Conjugar el carácter soberano y controversial de la diva y generar empatía con su apariencia era, a todas luces, posible, porque lo cortés no quita lo valiente.
En Profundo carmesí (1996) Arturo Ripstein propone la historia de una pareja de asesinos, que se aman con total autenticidad; da igual si él es un calvo estafador y ella una gorda patética. El espectador puede amar y respetar a esos personajes y comprender la naturaleza de sus sentimientos, aunque no tenga dudas de que son delincuentes. Eso es el cine y Chaplin lo sabía muy bien cuando diseñó a un vagabundo maloliente, piojoso y harapiento que hacía reír y llorar. Por lo que “Ma” Rainey significa dentro del relato había que depurar su imagen, construyendo su visualidad a partir del encanto que debía emanar de ella y de la complicidad que el espectador tenía que sentir hacia sus acciones. Podía ser fea, chambona, kitsch, ridícula y excéntrica; pero tenía que ofrecer una seductora elegancia.
Al parecer “la madre del blues” fue caracterizada pensando en un estereotipo más cercano al vodevil americano; o al freak show, o al minstrel, especie de espectáculo teatral y musical de gran popularidad a finales del siglo XIX que, entre otras peculiaridades, integró bailes como el cakewalk, el mismo black bottom, y formas primigenias del jazz como el ragtime.
De hecho, la propia “Ma” Rainey formó parte de la compañía itinerante Rabbit Foot Minstrels, la cual gozaba de elevado prestigio en el país. Su ascenso y fama le permitieron aprovechar la moda implantada por otra pionera, Mamie Smith, quien iniciara la época dorada de las cantantes de blues, al ser la primera en grabar una pieza de este género en 1920.
Es asimismo la época de Alberta Hunter, quien en 1917 lleva el blues a París y Londres; de Bessie Smith, llamada “la emperatriz del blues”, y discípula de “Ma” Rainey; de King Oliver y Buddy Bolden, compositores e instrumentistas mencionados en el filme, y de muchos más. Es también la época de una gran segregación racial que lleva a la infravaloración del negro incluso entre sus semejantes. Por eso más de una vez oímos y vemos en pantalla que se insultan unos a otros llamándose nigger. La mayor evidencia de esa desestimación ocurre entre “Ma” Rainey y Leeve, pues este último despunta como su rival profesional y también en el terreno amoroso.
A principios del siglo XX, Chicago se vendió como la tierra prometida para muchos negros sureños. Se les aseguraba encontrarían allí trabajo como mayordomos, maleteros, camareros, porteros y cocineros. La pequeña banda de “Ma” Rainey llega en medio de la canícula de 1927, a aquella ciudad donde el obrero blanco mira con recelo y prejuicio al “próspero” músico negro. El estudio de grabación está en un vetusto edificio que más parece una ratonera que un local mínimamente acogedor. Allí se respira el churre, el moho y la ambición de los crackers (forma despectiva en que los negros estadounidenses llaman a los blancos), quienes intentan sacar todo el jugo monetario al prodigio artístico de los músicos.
El núcleo del conflicto es más bien subtextual y aflora con más o menos sutileza en cada una de las escenas, expresado en la lucha del afrodescendiente por sobrevivir en una sociedad que lo margina. Este conflicto entre fuerzas sociales se manifiesta en dos zonas dramáticas. Por un lado, las tensiones entre “Ma” Rainey y su representante y el dueño de la discográfica. Por el otro lado entre el joven trompetista Leeve (Chadwick Boseman) y sus colegas, en especial Toledo (Glynn Turman), el viejo pianista y filósofo. El veterano se explaya en un sugestivo monólogo sobre lo que él llama guiso y nosotros ajiaco criollo, el ajiaco de toda la vida y de todos los pueblos nacidos de la convergencia de varias culturas; equivalente al ajiaco del que hablaba Fernando Ortiz al referirse a los componentes étnicos de la nacionalidad cubana.
Inspirada en la obra de teatro homónima estrenada en 1984 por el dramaturgo August Wilson, la versión cinematográfica no logra desprenderse de la envoltura teatral y nunca hace suyas las estrategias discursivas que le hubieran dado un aliento diferente. En general, la cinta se decanta por una puesta en escena ortodoxa y una progresión dramática lineal. Lo que pudo ser una obra grande, apenas se queda en un ejercicio digno. No obstante, hay que resaltar la buena ambientación escenográfica, la adecuada articulación de los diálogos, un efectivo sistema de personajes muy bien individualizados, un casting de lujo por el nivel actoral que alcanza y un depurado planteamiento del racismo. La escena final donde se denuncia de modo inmejorable, un ejercicio de flagrante despojo cultural, vale por la película toda.
No obstante, quizás la escritura del guion para la gran pantalla, a cargo de Ruben Santiago-Hudson, no supo convertir en metarrelatos visuales las anécdotas que se cuentan por boca de Leeve y de Cutler (Colman Domingo). En particular, aquel pasaje tan doloroso y crucial en la vida de Leeve, obliga al actor a un monólogo que de tan sombrío y conmovedor, le hace perder fuerza y convencimiento. Utilizar las herramientas narrativas propias del lenguaje audiovisual, en este caso un oportuno flash back, hubiera evitado ese triste resbalón en un desempeño actoral muy laudable.
Y aquí me detengo.
El filme está dedicado al talento y espíritu de Chadwick Boseman, el eterno T´Chala del Universo Marvel. El héroe que hizo estremecer los corazones de la comunidad negra, que lo disfrutó con orgullo en Black Panther (2018), al interpretar a un justiciero y valeroso adalid.
Actor, guionista, dramaturgo, Boseman apareció en series de televisión como Law & Order y CSI: NY, entre 2004 y 2008. En 2013 protagonizó su primera película, 42 donde asume el papel del jugador de baseball Jackie Robinson. Al año siguiente, obtuvo el rol principal en Get on Up, sobre la vida del músico James Brown, junto a Viola Davis. Este carismático y sensible artista siempre consiguió el reconocimiento y aclamaciones de la crítica por su notable desempeño.
En 2018, la revista Time lo nombró una de las 100 personas más influyentes del mundo por «sus interpretaciones de héroes afroamericanos». Y ahora, su última aparición, Ma Rainey’s Black Bottom, le valió elogios de la prensa y el Globo de Oro al Mejor actor de drama, como preludio de lo que podría ocurrir en los premios Oscar de este año. Quien sabe.
Boseman falleció el 28 de agosto de 2020, a causa de un cáncer de colon. Pero su legado artístico ya es huella indeleble y motivo de inspiración para actores presentes y futuros. En especial, aquellos que encarnen a otras figuras de mérito o personajes interesantes en la historia de Estados Unidos o a cualquier afrodescendiente en cualquier parte del mundo, pueden empezar por estudiar su clase magistral de actuación en Ma Rainey´s Black Bottom.
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