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Para acompañar monárquicas nostalgias, «El pueblo y su rey»

(A ver el viernes 13 de mayo en La 7ma Puerta)

Por: Berta Carricarte

El impacto de la Revolución francesa fue tal en la historia de la humanidad que el famoso programa didáctico Escriba y Lea de la televisión cubana, uno de los hitos que utiliza para delimitar períodos y contextos es precisamente el año 1789. No en balde se considera el primer acontecimiento de la Edad Contemporánea que puso de relieve el conflicto violento entre dos sistemas sociopolíticos, uno arcaico y moribundo, el feudalismo, y otro en floreciente ascenso, el capitalismo. A la monarquía prevaleciente en muchos países durante siglos, le sobrevendría, a la postre, el triunfo de la burguesía y el establecimiento definitivo de nuevas relaciones de producción.

Desde hace mucho tiempo se sabe que una revolución social, protagonizada por masas hambrientas y desesperadas, entraña olas de violencia incalculables; derrocamientos, ejecuciones, juicios sumarios, jornadas sangrientas que luego los historiadores se ocuparán de clasificar, nominalizar y etiquetar según quien salga triunfante y según la distancia y la plaza desde donde se mire.   

El 14 de julio de 1789 el pueblo de París toma por la fuerza la fortaleza de la Bastilla, una prisión que simbolizaba el poder de la monarquía absolutista. Fue esta una de las primeras acciones violentas, de muchas otras que se produjeron durante varios años. Así lo refleja Un pueblo y su rey (Pierre Schoeller, 2018), con todo el despliegue escenográfico, de ambientación, vestuario, maquillaje y peluquería que demanda un largometraje de época. En realidad, compendia un puñado de acontecimientos que tuvieron como epicentro el París de Dantón, Marat y Robespierre: La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano y la redacción de la nueva Constitución que reorganizaría los poderes del Estado. El fin de la hegemonía del clero. El nuevo ordenamiento de Francia como una monarquía constitucional que vería convivir la revolución con el mandato del Rey y sus ministros. Hasta el asalto al Palacio Real de las Tullerías, donde fue obligado a residir el monarca, que resultó depuesto, encarcelado y ejecutado el 21 de enero de 1793. Hasta aquí llega el filme. A la etapa subsiguiente, conocida como El Terror (1793-94) y encabezada por Robespierre, ya no se remontará la cinta.    

Hay grandes sucesos históricos a los que el cine volverá siempre por las inagotables posibilidades de construir relatos y ofrecer puntos de vista diferentes sobre el tema. La revolución francesa es una de esas fuentes proveedoras de anécdotas, crónicas y narraciones infinitas, susceptibles de ser transformadas en hecho fílmico. Ni cansan ni defraudan los temas en sí, sino su mediocre manipulación estética.  No cabe duda de que Pierre Schoeller, al dirigir Un pueblo y su rey, intentó con denuedo, registrar una mirada novedosa y atractiva. No obstante, quizás pudo más lo didáctico que lo artístico. Lo cierto es que se hace difícil conectar con una trama deshilachada y anémica, donde el panfleto tiene más protagonismo que la emoción.

En efecto, no es fácil granjearse un lugarcito entre cintas dedicadas a abordar algún aspecto de tan relevante proceso, como La Marsellesa (Jean Renoir,1938); Marat/Sade (Peter Brook, 1967); Danton (Andrzej Waida,1982); La noche de Varennes (Ettore Scola,1982) y María Antonieta (Sofía Coppola, 2006).

Quizás buscando un nicho de significación que conjugara varias perspectivas, el filme propone primero la vacuidad moral de un rey que lava los pies a un grupo de niños. A continuación, la vida miserable de una familia de cristaleros, involucrados en el asalto a la Bastilla. Por otro lado, un sacerdote que reúne a sus fieles para adoctrinarlos sobre la utilidad de una revolución que tiene por objetivo destronar no solo al rey, sino al poder eclesiástico. Un ladronzuelo que burla el martirio, un burgués que lo perdona y le da empleo. Como en un ritornelo se regresa una y otra vez a los debates parlamentarios. No faltan las reflexiones de los más humildes representados por la facción jacobina. Un Varlet que pide leyes severas contra toda clase de acaparamientos, y la palabra «pueblo» invocada a toda hora, hasta perder su sentido.

No deja de sorprender, además, la representación de las mujeres, muy beligerantes y participativas en el ámbito popular. En su involucramiento con el estallido social, se pone un sugerente énfasis, especie de gesto cortés hacia el feminismo militante y omnipresente de nuestros días. Cada elemento de la agenda histórica ha sido calculado y escenificado, como si en lugar de una película se tratase de un examen de bachillerato ilustrado con un filme políticamente correcto.  

No obstante, llama la atención que se persiga una imagen benevolente del rey desde el mismo título, Un peuple et son roi, sintagma donde se subraya y pondera la soberanía del rey. Una de las secuencias muestra a Luis XVI atormentado por los fantasmas de sus predecesores que le recriminan haber sido incapaz de cumplir con su rol. Y para mayor enaltecimiento, en el instante de la ejecución se le presenta muy altivo, en un contrapicado que magnifica su imagen, escoltada por un cielo despejado, hermoso y delicadamente azul, mientras reclama la presencia de su pueblo al que ya no reconoce en los rostros que ve: Où est mon peuple (¿Dónde está mi pueblo?), y se deja llevar a la guillotina con total dignidad proclamando su inocencia como último alegato.

Pero, sobre todo, hay dos episodios que señalan la devoción que todavía sienten algunos segmentos del pueblo, por su soberano. El joven Basile, corre hacia él y se inclina obediente a sus pies. Tiempo después recordará orgulloso que el monarca posó su mano sobre su cabeza. Uno de los revolucionarios dice claramente que algunos sans-culottes (‛sin calzones’, plebeyos, proletarios) defenderán la monarquía con la vida. Tal como lo hace una mujer que tilda de criminales a quienes piden la cabeza del monarca.

De qué lado se ubica Pierre Schoeller, no sería fácil dirimirlo: ¿promonárquico? ¿girondino? ¿jacobino? A veces el director construye elementos simbólicos de muy escasa inspiración: la mano que revienta un huevo en un momento de tensión dramática; y en otros casos intenta articular muy aleatorios significantes.  Por ejemplo, la escena final contiene la imagen de una bebita junto a un rosario y una manzana. El padre juega con ella, mientras la madre se embadurna el pelo con ceniza.  Se asocia (la ceniza) a la expresión de penitencia y arrepentimiento dentro del simbolismo teológico. Visto así, convengamos –es una posibilidad- en que el filme condena la ejecución del monarca, mostrando el remordimiento de sus súbditos. En todo caso, a la niña, concebida y parida en medio de las consignas de ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!, y nombrada por su madre Marie Pique Égalité, le van faltando en su abolengo patronímico, la Liberté y la Fraternité.  

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