«Noche de fuego»: crimen, vírgenes y amapolas (+TRAILER)
Por: Berta Carricarte
Hay películas que duelen, pero son necesarias. Noche de Fuego (2021, guion y dirección de Tatiana Huezo) es una de ellas. En los premios Ariel recién celebrados por la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, fue ganadora como Mejor película, Mejor coactuación femenina (Mayra Batalla), Mejor guion adaptado, Mejor fotografía, Mejor maquillaje, Mejores efectos especiales, y Mejor sonido. También la precede el lauro Un Certain Regard, alcanzado en el Festival de Cannes (2021).
Con un estilo empapado de furibundo realismo Noche de fuego describe la vida de Ana, de ocho años, y sus dos amiguitas, en una pequeña comunidad rural en el estado de Jalisco, donde un nuevo cártel de la droga ha venido a sembrar el terror entre los pobladores. Los obligan a pagar impuestos por permanecer en aquellas tierras; así como a cultivar amapolas para surtir el mercado ilegal de los opiáceos. Sin embargo, lo que mantiene en permanente pavor a Rita (Mayra Batalla) la madre de Ana, es que se lleven a su hijita y la desaparezcan para siempre.
La historia que se describe en Noche de fuego está muy lejos de las construcciones mitológicas occidentales sobre los raptos y sacrificios de doncellas, protagonizados por minotauros, machos cabríos y otras quimeras -las mujeres han sido obligadas a servir como esclavas sexuales desde tiempos remotos. En realidad, el filme describe un segmento de la silenciosa masacre que vive la sociedad mexicana en diferentes instancias y particularmente el sector femenino, diezmado por la violencia de género que, solo es un capítulo más dentro del escenario espeluznante y naturalizado del narcovandalismo en ese país.
Lo que más impacta de la excelente película de Huezo es lo que permanece sugerido. Todo ocurre bajo el amparo de la corruptela policial y de la tolerancia del gobierno, su falta de iniciativa y su aceptación implícita de la criminalidad como un hecho fatal, infranqueable y endémico. Duele ver la postración de una aldea que vive próxima a la desesperación y sumergida en una pasiva aceptación de la desgracia, que ratifica el poco valor de la vida en aquellos lares.
Es el desgobierno, en última instancia, el único responsable de estas masacres. De la violencia que solo engendra violencia. Así como de la confabulación de mucha gente que lucra gracias a hipócritas prohibiciones multiplicadoras de la desobediencia, las atrocidades y la muerte. De eso se trata cuando un helicóptero rocía veneno, no sobre los campos de amapola, sino sobre el pueblo y sorprende a una de las niñas, causándole quemaduras en la piel.
La pequeña comunidad donde viven Ana y su madre, solo es un ejemplo fractal de la sociedad toda. Allí se encara día a día el peligro de ser mujer. Por eso el pelo corto, la prohibición de maquillarse, los escondrijos cavados en la tierra, un vivir de gusano. Los juegos infantiles son ensayos de supervivencia: aprender a adivinar lo que piensa el otro; conocer y distinguir los sonidos ambientes, aquellos de la naturaleza y aquellos que presagian amenaza y crimen.
Son las estructuras de poder articuladas sobre el mando mutilador de la masculinidad virulenta las que nos unen a todas las mujeres del mundo. Es esa violencia feminicida que cancela, amputa y secuestra los sueños de tantas niñas y mujeres del mundo, lo que nos hace parte de una misma solidaridad de género y no una mera identificación sexual biológica.
La primera escena, en la que Ana cava con sus propias manos una tumba refugio, describe en apocalíptica premonición el destino de estas niñas: escapar o morir. Porque al ser abducidas por delincuentes están firmando su pena capital. Nunca volverán a ser otra cosa que trozos de carne desechable.
Tatiana Huezo, debuta así en el largometraje de ficción ofreciendo una obra contundente, hermosa pese a la amargura implícita en su trama, y potente tanto desde el punto de vista técnico expresivo, como desde el valor antropológico-social de su mensaje. Con actuaciones destacables todas y espectacular puesta en escena, la cinta se inspira en la novela Prayers of the Stolen, de Jennifer Clement, coescritora del guion, mientras el concepto fotográfico fue responsabilidad de Dariela Ludlow. De origen salvadoreño, aunque reside en México desde pequeña, la realizadora ha demostrado un fuerte compromiso con el cine social, también en sus obras anteriores, los documentales El lugar más pequeño (2011) y Tempestad (2016), entre otras.
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