Festival de La Habana: Selección personal, sugerencias públicas, provocación intencionada
Por: Antonio Enrique González Rojas
Para Mario Rodríguez Alemán, a quien la sabiduría popular obedecía a la inversa
La localización del Festival de cine de La Habana en las postrimerías de cada año, durante casi cuatro décadas, le permite resultar recapitulación, compendio y epílogo de los avatares de la imagen filmada en América Latina por latinoamericanos, durante el año natural casi totalmente transcurrido. En contraste y diálogo perenne con las gestiones audiovisuales de otras latitudes que repletan las muestras colaterales, contentivas de no pocas películas que han marcado pautas en las más recientes plataformas mundiales. Además de los clásicos requeridos de constante revisitación.
En este año de 2017, van a por los premios Coral una selección de obras donde descollan determinadas áreas geoculturales como la chilena con Los perros, de Marcela Said; El pacto de Adriana, de Lissette Orozco; El color del camaleón, de Andrés Lübbert; y Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio; la colombiana con los títulos Matar a Jesús, de Laura Mora y Siete cabezas, de Jaime Osorio; y la venezolana con piezas llamativas como La Soledad, de Jorge Armand y La familia, de Gustavo Adolfo Rondón. Cardinales puntos de tensión resultan la dominicana Cocote, de Nelson Carlo de los Santos, la costarricense Medea, de Alexandra Latishev, las argentinas Zama, de Lucrecia Martell y Alanis, de Anahí Berneri, además de la película cubana El proyecto, de Alejandro Alonso.
Así como también se hallan propuestas mexicanas —Tesoros, de María Novaro, El vigilante, de Diego Ros y La 4ta. Compañía, de Mitzi Arreola y Rafael Galván—, cuya inclusión apenas pudiera justificar un posible criterio de representación regional, que pudo resolverse recolocando los títulos en muestras fuera de concurso. Esto último termina lastrando la sólida jerarquía de la Selección Oficial como “selecto” muestrario contundente, a favor quizás de una conciliadora voluntad inclusiva, contraproducente con la naturaleza competitiva de un evento como el de marras, donde sobran nichos para desplegar panorámicas, precisamente como las secciones colaterales/paralelas Panorama Latinoamericano, A sala llena, En sociedad.
Lo que sí predomina en toda la muestra concursante es la ortodoxia discursiva y estética, que habla de un criterio favorable a la narrativa convencional (no pocas veces dominada con oficio) ancladas ciertas fórmulas “autorales”, que ya no lo son dada su predictibilidad formal(ista) y manierismo metodológico. Las argentinas Invisible (Pablo Giorgelli), Temporada de caza (Natalia Garagiola), La educación del Rey (Santiago Esteves), la chilena Mala junta (Claudia Huaiquimilla), y la brasilera Arábia (Alfonso Uchôa) son buenos ejemplos de esto. Otros rasgos generales nítidos son el minimalismo de la puesta en escena, las indagaciones en esferas íntimas preeminentemente femeninas (¡a buena hora!), y la contemporaneidad epocal. Con muy pocas incursiones en diégesis históricas: tal es el caso de las brasileras Joaquim (Marcelo Gómes) y Vazante (Daniela Thomas).
Dado su opción por sumergirse en dinámicas y angustias creativas donde se construyen sentidos, a la par que se despliegan intensos ensayos sobre estos y las esencias filosóficas, oníricas y místicas que simbolizan, la muestra es matizada por propuestas como la cubana El proyecto. Obra apenas contenida por los ya insuficientes límites convencionales de lo comúnmente asumido como Documental. Explayada en los terrenos del cine-ensayo, esfera de infinita licitud donde la maceración y mixtura de añejos cánones y lo cerebral priman.
Alonso plantea aquí uno de los grandes dilemas y angustias del creador audiovisual: la responsabilidad representacional con lo filmado, con sus inevitables instrumentación y manipulación. Mutilados siempre quedan los fragmentos de vidas filmados. La fatalidad de lo fuera de campo. Solo permanece la certeza íntima de la consecuencia, la honestidad y el talento del realizador. O viceversa. Quizás.
Otro terreno resbaladizo para acomodamientos perceptuales es la incordiante Cocote. El debutante (en cuestiones de largo metraje) director Nelson Carlo busca un efecto sensorial e inmersivo en las telúricas y esenciales entrañas de la mística afro-dominicana, a través de un ejercicio de observación documental meticuloso, que combina con un argumento fictivo; donde el protagonista sirve de comodín para despojar a la tradición, a lo tradicional, junto a su entramado de valores familiares, éticos, de cualquier bondadosa —y a la larga dañinamente conmiserativas— pátina.
Vadea el realizador cualquier postura colonial o prejuicio exotista que conduzca a un enjuiciamiento timorato, para sajar con lucidez sociológica y minuciosidad de antropólogo, venas socioculturales dominicanas de las más profundas. La fe y las colisiones que se producen en su seno entre monoteísmo y “paganismo”. La masculinidad con sus deberes y derechos trazados eones atrás. Los flameantes códigos ético-morales. Todo esto aparece en acre urdimbre, deconstruida como sistema, pero nunca porcionada a favor de moralejas.
La ficción Los perros, junto a los documentales El pacto de Adriana y El color del camaleón, devienen inintencionado pero sintomático tríptico acerca de uno de los tantos queloides que aun supuran en el Chile post dictadura pinochetista: los dilemas éticos y existenciales de las descendencias de los empoderados ejecutivos de entonces, principalmente los miembros de la sombría Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). Todo sobre un panorama nacional donde la expiación y la catarsis solo han sucedido a medias, donde el silencio se densifica hasta casi lo palpable, donde lo fantasmas muertos y vivos aúllan.
Tal viscosidad emana de Los perros, donde la protagónica Mariana (Antonia Zegers) emprende un sendero de autodescubrimiento en la herencia solapada de su generación progenitora. A la vez que ve diluidos los límites estereotipadamente claros entre el bien y el mal, entre la consecuencia personal y el deber —de entonces y de ahora. La cinta va del enrarecimiento, de la alienación respecto a un pasado reciente con demasiados testigos vivos y convivientes en una armonía filosa. La Said despliega un arsenal de sutilezas, sugerencias, asumidas por una Zegers críptica, contenida, concentrada en nadar en su piscina de niebla correosa.
El pacto… y El color… son documentales donde los protagonistas realizadores emprenden respectivas vivisecciones a sus figuras parentales como encarnaciones de sus pasados, como portadores de un legado espinoso. La tía Adriana Arias —secretaria del mismísimo Manuel Contreras, Jefe de la DINA— para el caso de la Orozco, y el padre Jorge —actual corresponsal de guerra que en su juventud fue sometido por la DINA a un proceso de “deshumanización” para convertirlo en una eficiente máquina de matar— para el caso de Lübbert.
Lissette Orozco despliega un simultáneo proceso de desgarramiento personal y expiación social/reparación política al develar, no el catálogo frío de iniquidades que pudo o no acometer su tía; sino la implosión que este pasado produce en el núcleo afectivo, familiar y sentimental más íntimo. La documentalista esparce en pantalla, entrega al espectador que quiera ver, los jirones de su castillo de naipes pasado, a la vez que se reconfigura y redifica con no poco dolor sobre las ruinas del silencio. La sinceridad de su postura aturde y casi abruma. Este convite de la Orozco a involucrarse en su dilema alcanza cumbres de verdadero pavor e intenso desasosiego. A la vez que impele a seguir mirando el terror desatado, casi con el morbo de una película snuff.
Andrés y su padre protagonizan un doble descubrimiento de sí mismos, de sus pasados, de sus demonios. En tanto el hijo, nacido y criado en Bélgica, decide salvar el abismo extraño que siempre lo separó de su padre. Y el padre es enfrentado a sus peores pesadillas y recuerdos. El seguimiento de sus visitas a sus infiernos pasados y sus reacciones mudas ante la rememoración, prefigura una carta de navegación no verbal, ensordecida, cuyas rutas, paralelos y meridianos están dados por alaridos sordos y demonios mentales.